Cuenta la historia que un viajero, en una de
sus vueltas por el mundo, llegó a una tierra que de entrada, nomás, llamó su
atención por la belleza de los arroyitos que cruzaban los campos refrescando
los sembrados y calmando la sed de los bichitos y animales del campo. Habiendo
caminado ya un rato, se encontró con las casitas del pueblo, sencillas y
coloridas, y con sus puertas de par en par. No podía creerlo. ¡Él venía de un lugar
tan distinto!
Se fue acercando y su sorpresa fue aún mayor cuando tres hermanitos salieron a recibirlo y lo llevaron de la mano hasta el interior de la casa en que vivían. La mamá y el papá de los nenes lo invitaron a quedarse con ellos unos días. Y él aceptó porque era muy agradable estar ahí.
Fueron pasando los días. El viajero aprendió muchas de las cosas que se hacían en esa casa: hornear el pan, trabajar la tierra, ordeñar las vacas y levantarse tempranito para aprovechar bien el día. Los chicos le enseñaron juegos que él no conocía y cuando iban a sacar agua del pozo entonaban un canto muy hermoso que él luego, aunque lo intentaba una y otra vez, no podía cantar estando solo. Nuestro viajero fue aprendiendo y compartiendo muchas de las costumbres de esta familia, pero había una de la cual él no podía descubrir el significado.
Cada día, y algunos días en varias ocasiones, el papá, la mamá y cada uno de los hermanitos se acercaban a una mesita en un rincón del comedor donde habían colocado las figuras de madera de José y de María, un burrito marrón y una vaca con su ternero. Y despacito, dejaban una pajita en una especie de cajoncito, que había vacío, justo entre José y María.
Con el correr de los días, el montoncito de pajas iba aumentando y se iba haciendo más mullido y esponjoso. El viajero miraba con atención y asombro ese gesto cotidiano que escondía para él un misterio especial.
Y nunca se atrevía a preguntar, por temor que se rompiera el encanto que lo envolvía. Quizá el misterio de esa familia y de ese pueblo tenía que ver con esas pajitas.
Cuando le llegó al viajero el momento de partir hacia otras tierras sintió que se iba de ese lugar con el corazón lleno y descansado.
La mañana de la partida la mamá le dio un pan calentito y unas frutas para el camino; el papá le regaló una mochila hecha por sus propias manos y los nenes lo llenaron de besos y lo abrazaron.
Ya había dado unos pasos cuando se animó y dándose vuelta les dijo:
-una cosa más quisiera llevarme de este hermoso lugar.
-Por supuesto – le contestaron- ¿Qué más podemos darte para el camino?
Y el viajero entonces les preguntó:
-¿Por qué iban dejando una a una esas pajitas en el cajoncito, a los pies de María y de José?
Ellos sonrieron, y el más pequeño de los hermanitos contestó:
-cada vez que hacemos algo con amor, buscamos una pajita y la llevamos al pesebre. Y así, nos vamos preparando para que cuando llegue el Niño Jesús, María tenga un lugar para recostarlo.
Y el hermano del medio, agregó:
-Si amamos poco, va a ser un colchón finito, pero si amamos mucho, Jesús va a estar más cómodo y calentito.
El viajero, por primera vez, parecía comprenderlo todo. Sintió ganas de quedarse con esa familia hasta la Nochebuena, pero una voz dentro de él, lo invitó a llevar lo que había conocido entre ellos, a otros pueblos, y fue así que esta historia llegó a nosotros.
Se fue acercando y su sorpresa fue aún mayor cuando tres hermanitos salieron a recibirlo y lo llevaron de la mano hasta el interior de la casa en que vivían. La mamá y el papá de los nenes lo invitaron a quedarse con ellos unos días. Y él aceptó porque era muy agradable estar ahí.
Fueron pasando los días. El viajero aprendió muchas de las cosas que se hacían en esa casa: hornear el pan, trabajar la tierra, ordeñar las vacas y levantarse tempranito para aprovechar bien el día. Los chicos le enseñaron juegos que él no conocía y cuando iban a sacar agua del pozo entonaban un canto muy hermoso que él luego, aunque lo intentaba una y otra vez, no podía cantar estando solo. Nuestro viajero fue aprendiendo y compartiendo muchas de las costumbres de esta familia, pero había una de la cual él no podía descubrir el significado.
Cada día, y algunos días en varias ocasiones, el papá, la mamá y cada uno de los hermanitos se acercaban a una mesita en un rincón del comedor donde habían colocado las figuras de madera de José y de María, un burrito marrón y una vaca con su ternero. Y despacito, dejaban una pajita en una especie de cajoncito, que había vacío, justo entre José y María.
Con el correr de los días, el montoncito de pajas iba aumentando y se iba haciendo más mullido y esponjoso. El viajero miraba con atención y asombro ese gesto cotidiano que escondía para él un misterio especial.
Y nunca se atrevía a preguntar, por temor que se rompiera el encanto que lo envolvía. Quizá el misterio de esa familia y de ese pueblo tenía que ver con esas pajitas.
Cuando le llegó al viajero el momento de partir hacia otras tierras sintió que se iba de ese lugar con el corazón lleno y descansado.
La mañana de la partida la mamá le dio un pan calentito y unas frutas para el camino; el papá le regaló una mochila hecha por sus propias manos y los nenes lo llenaron de besos y lo abrazaron.
Ya había dado unos pasos cuando se animó y dándose vuelta les dijo:
-una cosa más quisiera llevarme de este hermoso lugar.
-Por supuesto – le contestaron- ¿Qué más podemos darte para el camino?
Y el viajero entonces les preguntó:
-¿Por qué iban dejando una a una esas pajitas en el cajoncito, a los pies de María y de José?
Ellos sonrieron, y el más pequeño de los hermanitos contestó:
-cada vez que hacemos algo con amor, buscamos una pajita y la llevamos al pesebre. Y así, nos vamos preparando para que cuando llegue el Niño Jesús, María tenga un lugar para recostarlo.
Y el hermano del medio, agregó:
-Si amamos poco, va a ser un colchón finito, pero si amamos mucho, Jesús va a estar más cómodo y calentito.
El viajero, por primera vez, parecía comprenderlo todo. Sintió ganas de quedarse con esa familia hasta la Nochebuena, pero una voz dentro de él, lo invitó a llevar lo que había conocido entre ellos, a otros pueblos, y fue así que esta historia llegó a nosotros.
Autor: Marco Vinicio García Magaña
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