viernes, 23 de noviembre de 2012

Cuento: ¿Un amor imposible?



      Había una vez en una época en la que los caballeros abundaban y las damas portaban aquellos largos vestidos con encajes elegantes, una hermosa princesa llamada Raquel. Vivía en un lejano reino llamado “Genovia” en el que las costumbres estaban demasiado arraigadas. Los genovianos admiraban con profundos suspiros a Raquel; su belleza era tan deslumbrante que opacaba a todas las flores del reino.
  Un día la joven muchacha tuvo que salir de Genovia para dirigirse en busca de unas telas para sus vestidos al reino vecino, que llevaba como nombre: “Gewnoville”. Éste reino tenía una pésima reputación porque en sus alrededores habitaban diferentes criaturas espeluznantes que hacían su aparición en las noches.
  El príncipe de Gewnoville era un joven apuesto, robusto y con una sonrisa encantadora, su nombre era Emmanuel. Éste príncipe levantaba pasiones y arrebataba suspiros de todas las doncellas que lo veían pasar. Como es de esperarse, el príncipe tenía un ego demasiado grande, era pedante y altanero. Creía que podía tener el corazón de cualquiera que se le atravesara, hasta que aquella mañana, cuando el sol se ponía en su punto más alto, vio pasar a la princesa Raquel; era hermosa, delgada, con una piel morena clara como la arena brillante del mar, unos labios rojos como el carmín y unos ojos de un café tan claro como la miel. El viento jugaba con su hermoso cabello largo y negro haciéndolo ondear con ligereza y desprendió un suave aroma que inmediatamente captó la atención del príncipe.
  El príncipe se le arcó haciéndole elogios al oído, a lo que ella reaccionó con enojo, pues para ella fue como una falta de respeto. Dio la vuelta y exclamó: “¡Vos sois un pelado y un altanero!”. Él quiso “hechizarla” como solía hacerlo con las mujeres más bonitas de su reino, pero todos sus intentos fueron en vano. Raquel conocía perfectamente a aquel tipo de muchachos engreídos y no quería tener ningún tipo de contacto con ellos.
  Raquel se dirigía al palacio para presentarse con el rey Arturo, quien sabía las razones de su visita. El rey la recibió con gran cariño y ordenó a los criados que llevaran el equipaje de la princesa a una habitación en la que se hospedaría. Raquel agradeció al rey aquel gesto tan amable y se dirigió al pueblo en busca de las telas para sus vestidos.
  Recorría las grandes bodegas del reino cuando de pronto, el príncipe apareció en un lujoso carruaje y ordenó a sus criados que la subieran. La princesa gritaba que la dejaran ir, pero el príncipe le suplicó que lo acompañara, pues quería mostrarle un hermoso lugar a las afueras del reino. Y a la princesa no le quedó mayor remedio que aceptar.
  Llegaron a un riachuelo en el que caían unas enormes cascadas, el paisaje era tan hermoso y tranquilo, que Raquel quedó perpleja y observó en silencio. El príncipe se disculpó por la actitud que había mostrado horas antes y quería recompensarla mostrándole el maravilloso paisaje que podía admirarse. De la nada, Emmanuel intentó besar a Raquel y esta, molesta, lo abofeteó y corrió, adentrándose en el espeso bosque que se hallaba a su alrededor.
   De pronto cayó la noche y la princesa se asustó pues no sabía dónde estaba. Escuchaba los fuertes aullidos de los lobos al fondo y veía enormes sombras que se movían a su alrededor. Se encontraba fría de miedo y no sabía cómo salir de ahí. El príncipe apareció y la cargó en brazos hasta llegar a las afueras del bosque, como no sabía dónde había quedado su carruaje, caminaron. Él la llevaba en sus brazos dormida, la observó por largo rato y se dio cuenta que ella no era como las demás mujeres que había conocido.
  Llegando al castillo, el rey preocupado se alegra de verlos y ordena que lleven a la princesa a su habitación, pero Emmanuel no lo permite y decide él mismo llevarla hasta su cama. Al llegar a su habitación, la recuesta en la cama y la cobija para que no pase frío, la observa un rato más y sale de su recámara no sin antes darle un delicado beso en la frente.
  Al día siguiente, Raquel quería agradecerle a Emmanuel por haberla sacado de aquel tenebroso bosque, pero él no estaba; había salido desde muy temprano y nadie sabía a dónde. Raquel hizo sus compras y guardó su equipaje, pues se iría al día siguiente antes de que los gallos cantaran. Más tarde, llegó el príncipe y fue a buscarla a su recámara. Una vez con ella, le entregó un collar de oro que tenía un corazón como dije. Ella lo abrazó y le dijo: “No sé si sea amor, pero si lo es, sabemos bien que no puede ser. Mi reino y mi vida están lejos de aquí, además provenimos de familias que a pesar de apreciarse mutuamente, no pueden mezclarse. Mi destino es desposar a algún conde de Genovia y darle un nuevo rey a mi reino”.  Él la calló con un beso y de sus labios salió: “¿Qué importa la distancia? ¿Qué importa el trono? ¿Qué importa lo que los demás digan? Tanto tiempo esperé por alguien como tú, alguien que con solo mirarla a los ojos pudiera encontrar paz y ver más allá de mí mismo. Eres tú y siempre serás tú la única mujer que tiene en sus manos mi corazón. Yo sé que no he sido todo un caballero, pero dicen que el amor te hace perder la compostura, la cabeza…” Raquel lo calló y le pidió que se retirara. No quería seguir escuchando más, sentía que se derretía ante sus palabras, pero su reino era mucho más importante que cualquier otra cosa.
  Antes de salir el sol, Raquel ya estaba a punto de subirse al carruaje que la llevaría de regreso a Genovia, pero Emmanuel la detuvo. La abrazó con fuerza y la miró a los ojos, era aquella mirada tierna y destrozada que tienen los enamorados al decir adiós a la persona amada. Raquel besó su frente y le dio su anillo favorito. Subió al carruaje y por la ventanilla vio cómo el príncipe se quedaba a lo lejos. Raquel tenía los ojos llorosos y la mirada perdida cuando al fin regresó a Genovia.
  Su padre la recibió con emoción y al notar su mirada caída preguntó la razón de la misma. Raquel le confesó a su padre que se había enamorado del príncipe Emmanuel y que sabía que aquel amor no tenía oportunidades de florecer. Su padre la abrazó y le dijo: “A veces así es esto, hija mía. Pero la vida sigue y mejores cosas vendrán para ti y para tu pueblo”
  Aquellas palabras terminaron por romper el corazón de la pobre princesa, llenándole los ojos de lágrimas y haciendo completamente visible su tristeza. Habían pasado algunas horas desde que Raquel se había encerrado en su habitación y los lamentos habían cesado por completo. La joven princesa se hallaba recostada en su cama, estrujando entre sus manos aquel collar que el príncipe le había entregado el día anterior. De pronto se le ocurrió abrir el dije y en él habían unas palabras escritas: “Prometo estar ahí aunque no me necesites”. Sus ojos se iluminaron e inmediatamente supo qué hacer.
  Esa misma noche, Raquel se escabulló para salir de su castillo y burlar a la guardia. Iba vestida como una sirvienta y tapada del rostro. Salió del reino sin ningún problema y se dirigió a Gewnoville, sabía que estaba a muchas horas de camino a pie, pero ella sólo quería estar con Emmanuel.
  Mientras tanto, Emmanuel había hecho exactamente lo mismo que Raquel y se dirigía a Genovia para encontrarse con su amada. Se resistía a perder para siempre a la persona que lo complementaba; aquella mujer que con su dulzura y sencillez se había adueñado de cada una de las partes de su cuerpo, siendo ella la única persona con la que quería compartir el resto de sus días. A Emmanuel ya no le importaba que le quitaran el trono o le negaban regresar al reino, sólo quería estar con Raquel y estaba dispuesto a dejar atrás todos sus lujos por ella.
  Tras quizás un día de recorrido, los enamorados al fin cruzaron sus caminos. Sin palabras, ambos expresaron lo que sentían y sellaron con un beso el inicio de su historia juntos. Los chismes se esparcieron demasiado rápido y llegaron a oídos de ambos reyes, quienes a pesar de sentir una gran rabia por lo ocurrido debían aceptar que sus hijos se amaban y ellos no podrían separarlos por nada. Ambos reyes se reunieron e hicieron un llamado a sus hijos para que se presentaran en el palacio de Genovia.  Esa tarde el padre de la princesa accedió a entregar la mano de su adorada hija y se anunció oficialmente la boda, que se llevaría a cabo una semana después.
  El gran día había llegado y todo estaba listo para que los príncipes se unieran en santo matrimonio. Fue una ceremonia hermosa y emotiva. La felicidad en los rostros de los enamorados era tan placentera que la contagiaban a todos los que se encontraban a su alrededor.
  La historia termina en “Y vivieron felices para siempre. Fin” o quizá sea sólo el inicio de una nueva historia, una historia que Raquel y Emmanuel van a ir escribiendo juntos con el paso del tiempo.






Autor: Sandra Stephany Baños Jimenez

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