Había una vez en una
época en la que los caballeros abundaban y las damas portaban aquellos largos
vestidos con encajes elegantes, una hermosa princesa llamada Raquel. Vivía en un
lejano reino llamado “Genovia” en el que las costumbres estaban demasiado
arraigadas. Los genovianos admiraban con profundos suspiros a Raquel; su
belleza era tan deslumbrante que opacaba a todas las flores del reino.
Un día la joven muchacha tuvo que salir de Genovia para dirigirse en
busca de unas telas para sus vestidos al reino vecino, que llevaba como nombre:
“Gewnoville”. Éste reino tenía una pésima reputación porque en sus alrededores
habitaban diferentes criaturas espeluznantes que hacían su aparición en las
noches.
El príncipe de Gewnoville era un joven apuesto, robusto y con una
sonrisa encantadora, su nombre era Emmanuel. Éste príncipe levantaba pasiones y
arrebataba suspiros de todas las doncellas que lo veían pasar. Como es de
esperarse, el príncipe tenía un ego demasiado grande, era pedante y altanero.
Creía que podía tener el corazón de cualquiera que se le atravesara, hasta que
aquella mañana, cuando el sol se ponía en su punto más alto, vio pasar a la
princesa Raquel; era hermosa, delgada, con una piel morena clara como la arena
brillante del mar, unos labios rojos como el carmín y unos ojos de un café tan
claro como la miel. El viento jugaba con su hermoso cabello largo y negro
haciéndolo ondear con ligereza y desprendió un suave aroma que inmediatamente
captó la atención del príncipe.
El príncipe se le arcó haciéndole elogios al oído, a lo que ella
reaccionó con enojo, pues para ella fue como una falta de respeto. Dio la
vuelta y exclamó: “¡Vos sois un pelado y un altanero!”. Él quiso “hechizarla”
como solía hacerlo con las mujeres más bonitas de su reino, pero todos sus
intentos fueron en vano. Raquel conocía perfectamente a aquel tipo de muchachos
engreídos y no quería tener ningún tipo de contacto con ellos.
Raquel se dirigía al palacio para presentarse con el rey Arturo, quien
sabía las razones de su visita. El rey la recibió con gran cariño y ordenó a
los criados que llevaran el equipaje de la princesa a una habitación en la que
se hospedaría. Raquel agradeció al rey aquel gesto tan amable y se dirigió al
pueblo en busca de las telas para sus vestidos.
Recorría las grandes bodegas del reino cuando de pronto, el príncipe
apareció en un lujoso carruaje y ordenó a sus criados que la subieran. La
princesa gritaba que la dejaran ir, pero el príncipe le suplicó que lo
acompañara, pues quería mostrarle un hermoso lugar a las afueras del reino. Y a
la princesa no le quedó mayor remedio que aceptar.
Llegaron a un riachuelo en el que caían unas enormes cascadas, el
paisaje era tan hermoso y tranquilo, que Raquel quedó perpleja y observó en
silencio. El príncipe se disculpó por la actitud que había mostrado horas antes
y quería recompensarla mostrándole el maravilloso paisaje que podía admirarse.
De la nada, Emmanuel intentó besar a Raquel y esta, molesta, lo abofeteó y
corrió, adentrándose en el espeso bosque que se hallaba a su alrededor.
De pronto cayó la noche y la
princesa se asustó pues no sabía dónde estaba. Escuchaba los fuertes aullidos de
los lobos al fondo y veía enormes sombras que se movían a su alrededor. Se
encontraba fría de miedo y no sabía cómo salir de ahí. El príncipe apareció y
la cargó en brazos hasta llegar a las afueras del bosque, como no sabía dónde
había quedado su carruaje, caminaron. Él la llevaba en sus brazos dormida, la
observó por largo rato y se dio cuenta que ella no era como las demás mujeres
que había conocido.
Llegando al castillo, el rey preocupado se alegra de verlos y ordena que
lleven a la princesa a su habitación, pero Emmanuel no lo permite y decide él
mismo llevarla hasta su cama. Al llegar a su habitación, la recuesta en la cama
y la cobija para que no pase frío, la observa un rato más y sale de su recámara
no sin antes darle un delicado beso en la frente.
Al día siguiente, Raquel quería agradecerle a Emmanuel por haberla
sacado de aquel tenebroso bosque, pero él no estaba; había salido desde muy
temprano y nadie sabía a dónde. Raquel hizo sus compras y guardó su equipaje,
pues se iría al día siguiente antes de que los gallos cantaran. Más tarde,
llegó el príncipe y fue a buscarla a su recámara. Una vez con ella, le entregó
un collar de oro que tenía un corazón como dije. Ella lo abrazó y le dijo: “No
sé si sea amor, pero si lo es, sabemos bien que no puede ser. Mi reino y mi
vida están lejos de aquí, además provenimos de familias que a pesar de
apreciarse mutuamente, no pueden mezclarse. Mi destino es desposar a algún
conde de Genovia y darle un nuevo rey a mi reino”. Él la calló con un beso y de sus labios salió:
“¿Qué importa la distancia? ¿Qué importa el trono? ¿Qué importa lo que los
demás digan? Tanto tiempo esperé por alguien como tú, alguien que con solo
mirarla a los ojos pudiera encontrar paz y ver más allá de mí mismo. Eres tú y
siempre serás tú la única mujer que tiene en sus manos mi corazón. Yo sé que no
he sido todo un caballero, pero dicen que el amor te hace perder la compostura,
la cabeza…” Raquel lo calló y le pidió que se retirara. No quería seguir
escuchando más, sentía que se derretía ante sus palabras, pero su reino era
mucho más importante que cualquier otra cosa.
Antes de salir el sol, Raquel ya estaba a punto de subirse al carruaje
que la llevaría de regreso a Genovia, pero Emmanuel la detuvo. La abrazó con
fuerza y la miró a los ojos, era aquella mirada tierna y destrozada que tienen
los enamorados al decir adiós a la persona amada. Raquel besó su frente y le
dio su anillo favorito. Subió al carruaje y por la ventanilla vio cómo el
príncipe se quedaba a lo lejos. Raquel tenía los ojos llorosos y la mirada
perdida cuando al fin regresó a Genovia.
Su padre la recibió con emoción y al notar su mirada caída preguntó la
razón de la misma. Raquel le confesó a su padre que se había enamorado del
príncipe Emmanuel y que sabía que aquel amor no tenía oportunidades de
florecer. Su padre la abrazó y le dijo: “A veces así es esto, hija mía. Pero la
vida sigue y mejores cosas vendrán para ti y para tu pueblo”
Aquellas palabras terminaron por romper el corazón de la pobre princesa,
llenándole los ojos de lágrimas y haciendo completamente visible su tristeza.
Habían pasado algunas horas desde que Raquel se había encerrado en su
habitación y los lamentos habían cesado por completo. La joven princesa se
hallaba recostada en su cama, estrujando entre sus manos aquel collar que el
príncipe le había entregado el día anterior. De pronto se le ocurrió abrir el
dije y en él habían unas palabras escritas: “Prometo estar ahí aunque no me
necesites”. Sus ojos se iluminaron e inmediatamente supo qué hacer.
Esa misma noche, Raquel se escabulló para salir de su castillo y burlar
a la guardia. Iba vestida como una sirvienta y tapada del rostro. Salió del
reino sin ningún problema y se dirigió a Gewnoville, sabía que estaba a muchas
horas de camino a pie, pero ella sólo quería estar con Emmanuel.
Mientras tanto, Emmanuel había hecho exactamente lo mismo que Raquel y
se dirigía a Genovia para encontrarse con su amada. Se resistía a perder para
siempre a la persona que lo complementaba; aquella mujer que con su dulzura y sencillez
se había adueñado de cada una de las partes de su cuerpo, siendo ella la única
persona con la que quería compartir el resto de sus días. A Emmanuel ya no le
importaba que le quitaran el trono o le negaban regresar al reino, sólo quería
estar con Raquel y estaba dispuesto a dejar atrás todos sus lujos por ella.
Tras quizás un día de recorrido, los enamorados al fin cruzaron sus
caminos. Sin palabras, ambos expresaron lo que sentían y sellaron con un beso
el inicio de su historia juntos. Los chismes se esparcieron demasiado rápido y
llegaron a oídos de ambos reyes, quienes a pesar de sentir una gran rabia por
lo ocurrido debían aceptar que sus hijos se amaban y ellos no podrían
separarlos por nada. Ambos reyes se reunieron e hicieron un llamado a sus hijos
para que se presentaran en el palacio de Genovia. Esa tarde el padre de la princesa accedió a
entregar la mano de su adorada hija y se anunció oficialmente la boda, que se
llevaría a cabo una semana después.
El gran día había llegado y todo estaba listo para que los príncipes se
unieran en santo matrimonio. Fue una ceremonia hermosa y emotiva. La felicidad
en los rostros de los enamorados era tan placentera que la contagiaban a todos
los que se encontraban a su alrededor.
La historia termina en “Y vivieron felices para siempre. Fin” o quizá
sea sólo el inicio de una nueva historia, una historia que Raquel y Emmanuel
van a ir escribiendo juntos con el paso del tiempo.
Autor: Sandra Stephany Baños Jimenez
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